domingo, abril 30, 2006

Ida y Vuelta (Felindarea / Chempes)

Vos te acordás lo fácil que resultaba?
Te vienen imágenes de antes? Inventamos grandes maquinas
Cuando los océanos eran ríos Que se alejan tras las ventanas
Antes que todo hiciera CRASH Y en la noche decimos
Y las costas de dividieran “QUE VAYA!, QUE VAYA!”
Dejando atrapado al cordero allá donde las luces imaginamos
Dejando suelto al león
Antes, previo a toda aspiración elegimos amores que cierran los parpados
A todo puente aéreo en lo profundo, juntando con pala
¿Cuándo nuestra memoria olvidó restos de personajes
la panacea a que nos debemos? “Y QUE VAYA!, QUE VAYA!”
Y no te arregles demasiado si fueras a salir CRASH CRASH CRASH
Pero tampoco me pidas sentarte en el piso Ahora que mi familia son mis pasiones
Cuando todos bailan Recuerdo antes de la costa y el mar
Que aun siento en el ritmo El braquito que dejaba correr en la esquina
Aquello que hizo CRASH y no paro de romper De un barrio epidérmico
Ahora solo un aluvión te marea “Y QUE VAYA!, QUE VAYA!”
Acostumbrado como estas hasta el otro mar.
A tanto ruido en el silencio!
Texto: chempes
Imagen: felindarea
Puntos de Vista jamás podrían entenderse. Pero el amor es así
Lo advirtió una tarde sin preludios; atardecía hubiera querido decir ella si él le hubiera
lento, y sin dudarlo extraño en una tarde descubierto su secreto desconcierto. Pero él
como esta comenzaban a mostrarse las no dijo nada. Aquella tarde no la besó, sin
primeras estrellas. Lo advirtió en ese dejar de mirarla le pidió que se fuera, que se
intersticio del tiempo, lugar inusitado para las fuera y no volviera. Ella se puso de pie y se
certezas y sin embargo fue aquel el momento alejó de allí. Entre lágrimas y arriba las
en el que supo que nunca podrían estar estrellas él se alegró de que por fin, las
juntos. manos izquierdas eran las izquierdas y las
La miró a los ojos arriba anochecía y derechas, las derechas; lástima no poder decir
empezaban a desearse y confirmó lo que lo mismo de sus ojos.
había sospechado. Su ojo izquierdo siempre
sería el derecho, según ella, y su mano
derecha siempre sería la izquierda, según él.
Así no se llega a ningún lado, pensó y bajó la
vista. Si cuando él creía estar mirando su ojo
izquierdo en verdad miraba el derecho y
cuando creía estar besando su mano derecha,
en realidad besaba la izquierda, entonces
Texto: felindarea / chempes

domingo, abril 16, 2006

Domingos de (P)ascuas

Todo el mundo dora la tarde incierta con sobremesas largas aunque no necesariamente para imprimir en el recuerdo. De este lado, sin estar en Barcelona, estando en el mismo lugar donde se suponía la compañía, las risas familiares, los amigos de siempre, también está la soledad.
Jugar a reencontrarse es una historia manchada por un día de lluvia previsible y yo, de este lado, sin estar en Barcelona, estando acá mismo, en el lugar propio del reencuentro, me alejo cada vez más de lo que había construido para mí.
Las ventanas están abiertas, el sol de domingo no es el mismo que el de otros días y sin embargo aquí no hay diferencia. El mate se enfrió hace rato y padece el tiempo en sus fibras. Arranqué unos acordes ralos a la guitarra que parece allí parada, agujereada por los rayos de sol filtrados por la persiana, un objeto de decoración más que un instrumento musical y me siento a escribir con la profunda convicción de que este diálogo donde no contesta nadie es la única opción en esta tarde de ascuas.

lunes, abril 10, 2006

LIBROS DE MARZO

Tortilla Flat, de Steinbeck
La Perla, de Steinbeck
Los demasiados libros, Gabriel Zaid
El Mal de Montano, Vila-Matas
Tombuctú, Paul Auster
Capitanes de la Arena, Jorge Amado (Mariana devolvelo!!)

domingo, abril 09, 2006

Títeres Misterio en el Reino de Sinsuflé

Este el Rey Sinsuflé. Soberano de una región hermosísima de un lugar que siempre queda a las puertas del sueño. El Rey sinsuflé normalmente es feliz pero ahora está preocupadísimo. Su ejército vaga por los rincones del bosque con el alma en la mano y cantando melancólicas canciones. El Rey Sinsuflé no entiende nada y necesita que sus soldados recuperen rápidamente sus ganas de luchar para que puedan enfrentarse con el ejército Merebul que ya está a las puertas de su reino.

Como ya no sabe qué hacer, el Rey Sinsuflé decide llamar al gran, famoso, inigualable, conocidísimo Mago Melquises a quien le gusta tomar mate y comer bizcochitos. Junto con su buen amigo el cuervo Agapito intentarán averiguar quién está detrás de todo esto.
Aquí tenemos al primer sospechoso... mmm
¡Les presento a Asustauncuerno!


Y ella es la primorosa Perispómena. Un hada como no hay dos. Se ha enamorado del Rey Sinsuflé y hace todo lo que esté en sus manos para llamar la atención. También le ayudará a descubrir el Misterio.

Compañía El Otro Lado (títeres)

Les presento al Presentador... ya sé que suena redundante pero a veces debemos redundar en redundancias. Bueno, rebuznancias aparte, nuestro conejo presentador está pensando en ganarse un puestito en palacio y para eso intentará ayudar a atrapar a los causantes de todo este lío.


Aquí les presento al segundo sospechoso... mmmm!
¡Con ustedes ESPANTANADIE!



LA INMOVILIDAD


Me pasa siempre, después del primer sopor del sueño entorpecido no puedo evitar sentir una euforia repentina. Me incorporo casi temblando de desesperación, pego mi nariz al vidrio y contemplo largo rato el vuelo de un paisaje ininterrumpidamente verde.
Habría jurado que ya estábamos cerca y no es que me acuerde demasiado del camino ni siquiera que haya demasiado para recordar pero he soñado y el tiempo del sueño estira interminablemente sus fauces hasta morder casi con descaro la percepción de la realidad y creí que ya había pasado bastante tiempo.
Algunos huesos crujen. Eso también es normal y cuando voy a meter en la mano en el bolsillo en busca de mi libreta toco un caramelo que está allí desde hace mucho tiempo y es incomible. También está el telegrama que me ha llegado ayer y por lo que ahora estoy en este tren. Llegó ayer por la tarde y no pude decir que no. “Es algo personal, ya lo sabemos pero queremos transformarlo en noticia” dijo el jefe por teléfono.
El tren se detiene en una estación que no recuerdo y consulto con un pasajero para asegurarme de haber subido con la destinación correcta. Saco la libreta y escribo.
Por qué no recuerdo esta estación si debo haber pasado unas cuantas veces por aquí, de camino a la ciudad. Visitaba a mi madre que no vivía con nosotros y los domingos por la noche regresaba al pueblo. Entonces contaba las estaciones, una por una y por qué no recuerdo esta que acabamos de pasar.
La memoria es selectiva, un trozo frágil de piel dolorida que sangra al menor movimiento y cubre con la sangre vertida esas imágenes que no logramos traer, eso que se transforma en olvido. Cubiertos con mi propia sangre un día dejé a mi madre y me olvidé también de María que se quedó en el pueblo y de los perros que me seguían al bosque en mis excursiones de la siesta. El bosque era más bien pobre y desabrido; lo árboles eran bajos y escasos y no abundaban por cierto las zonas oscuras. Pero era un bosque contra cualquier definición y el que definió para siempre mi concepto de bosque. Así funcionaban las cosas por aquella época. Todo el mundo se redefinía y hasta mi padre se animaba a inventarse palabras por el mero hecho de saberse libre y dueño de sí mismo. No era un buen tipo mi viejo, era más bien agrio y algo bruto, pero había ciertas cosas que tenía lo suficientemente claras como para establecer sus propias prioridades y defenderlas. Mi padre era un tipo callado sin embargo esos silencios, en los que yo jamás ahondaba, se quebraron un día en un grito único gritado entre tantas otra voces vecinas. Aquel día había que gritar por nuestras tierras y yo también grité mientras a miraba a mi padre y trataba de imitar su postura y su grito incansable.

Ahora no sé si sueño o recuerdo. Todo lo que vi y lo que oí suena lejos y se distorsiona, entra en el irrepetible juego de olvidar, un juego que no se renueva y en el que no se puede volver a empezar.
El tren se detiene otra vez, nadie sube ni baja en esta estación. Reacomodo la posición. Me duelen los pies, normal, uno se acostumbra demasiado pronto a la inmovilidad y en esa inmovilidad crece y se deforma. Al menos eso decía mi madre cada vez que me pedía que le escribiera. Si no me escribes tus dedos se deformarán, decía, escríbeme cada día una carta y entonces sabré que tus dedos están en perfecto estado. A mi madre la habían enviado a la ciudad porque en el pueblo las cosas se estaban poniendo feas y no era lugar para una mujer a pesar de que estaba lleno de mujeres el día en que mi padre gritó. Estábamos todos. En la siguiente manifestación ya faltaban algunos y después ya no hubo manifestación.
Yo aprovechaba las tardes libres para ir al bosque a recoger almendras. Con almendras alimentaba a los perros que me seguían y vendía el resto por nada. María me ayudaba de vez en cuando hasta que ya no la dejaron salir. Su padre había desaparecido y ahora tenían miedo.

Un señor se sienta enfrente mío. No ha subido en ninguna estación simplemente ha llegado a mi vagón y se ha instalado frente a mí. Le tiemblan las manos y tiene los dedos deformes. Otra vez la inmovilidad. Otra vez todo el rollo de la inmovilidad.
Dejo de escribir, también mis manos están temblando ahora. Normal. Empiezo a cansarme de tanta normalidad idiota. Debí haber rechazado este trabajo desde el principio pero no pude decir que no porque no pude poner ninguna excusa válida. Todos saben que en ese pueblo nací, nadie sabe cómo me fui y la verdad es que no puedo contarlo y entonces otra vez la inmovilidad, el dejarme ir, el dejarme convencer, como si aquella tarde con mi padre yo no hubiese gritado.
Pero grité, lo juro.

Aquella tarde estaba por acabar y yo todavía seguía en el bosque. Me había alejado más de lo habitual y lo sabía pero no quería volver, quería ver qué había más allá. Entonces alguien estornudó. Me mantuve inmóvil tratando de que las hojas secas que pisaba no crujieran. Nada. Quizás había sido mi imaginación y lo habría sido si aquel estornudo no se hubiera repetido pero se repitió y pude distinguir de dónde venía. Era un árbol, uno de los más grandes del bosque. Se había secado hacía muchísimos años pero permanecía en pie como una anticipación atroz de los cadáveres que vendrían. La guerra ya había empezado y los hombres de mi pueblo empezaban a matarse sin dilación y acumulaban cadáveres familiares sin atreverse a mirar dos veces el montón. Y otra vez el estornudo.

El viejo que está sentado enfrente mío no me saca los ojos de encima. Intenta una sonrisa que esquivo sin habilidad porque le miro de reojo mientras finjo mirar el paisaje monótono que se ve desde el tren. Fijo otra vez la vista sobre las palabras recientemente escritas, escribo algunas más.

Cuando escuché el tercer estornudo caminé hacia el árbol muerto y lo rodeé hasta quedar frente al hueco del tronco y en el hueco se había escondido un hombre corpulento al que yo conocía muy bien. El tipo tiritaba de forma insoportable y me miraba sin decir una palabra, sólo estornudando. Después se animó a un susurro y preguntó: “¿Eres el hijo de Don Manuel?”

¿Usted... no es el hijo de Don Manuel?, pregunta el viejo que está sentado frente a mí. Me quedo mirándole un buen rato sin contestar y vuelvo a las palabras de la libreta. ¿Cómo es posible que la realidad y el recuerdo se hayan asimilado en las mismas palabras? Levanto la vista y le digo que sí.
¡Pero qué sorpresa! ¿Y qué hace por aquí, va para el pueblo?
Sí, contesto, soy periodista y me han enviado a hacer una entrevista.
¡Periodista, pero qué bien, qué bien! Seguro, tose con garganta de fumador seguramente que no te acuerdas de mí.
Expone su rostro girándolo a un lado y al otro y sonríe satisfecho. No tengo ni idea de quién es, no le recuerdo. Normal. El olvido ha hecho grandes progresos conmigo.
Soy ese joven e inexperto párroco que llegó al pueblo después de la República. Mi primera iglesia fuisteis vosotros, se echa a reír una risa húmeda y quebrada.
Lo siento, pero nunca fui muy devoto y no recuerdo haber ido a aquella iglesia, tampoco le recuerdo, lo siento mucho.
Quiero volver a mis escritos y a mis recuerdos pero aquel viejo no me deja.
Yo sí te recuerdo. Yo era casi un chaval pero me acuerdo. Sé que no eras devoto, tampoco tu padre lo era, a él también lo recuerdo. No vinisteis nunca a misa pero alguna vez me tomé un trago con tu padre. Un tipo raro y usted también. Mire que irse así como así...
Tampoco me acuerdo mucho de mi padre, miento.
Cosas que pasan dice el viejo y al tiempo se incorpora con dificultad y me extiende la mano. Bien, me bajo.
¿Ya estamos en el Pueblo?, pregunto sobresaltado.
No, falta un poco, yo ya no vivo ahí...
Le extiendo una mano blanda y desganada y lo veo irse y saludarme una vez más desde el final del andén. El tren arranca otra vez y me encierro en los recuerdos que ya no son palabras, que se me van dibujando sobre el paisaje de la ventana.

El hombre que se escondía en el árbol muerto era el padre de María. Me pidió que no dijera nada a su familia que estaría allí hasta que acabara todo. Me reí porque faltaba demasiado tiempo para que todo aquello tuviera un fin. Le di unas almendras que masticó con desesperación y me pidió más, pero ya no había más y le prometí traerle algo al día siguiente. Y cumplí el siguiente día y los otros. Un poco de pan, una botella de leche robada, más almendras, miel y sobras, y solamente una vez un trozo de queso medio derretido. De camino al bosque pasaba delante de la casa de María que me miraba perderme entre los árboles. Yo la miraba también pero cuando ella ya no podía verme. Estuve tentado de decirle dónde estaba su padre pero nunca lo hice. No sé por qué.
Aquel hombre y yo nunca nos dijimos nada, me sentaba al otro lado del árbol donde no pudiera verle y le escuchaba comer y un día también le escuché llorar. “¿Crees que soy un cobarde?”, me preguntó. Lo miré directamente a los ojos reblandecidos. “No sé”, contesté y realmente no lo sabía. No tenía mucha idea de lo que ocurría aunque en general todo me asustaba. Mi padre decía que había que gritar y yo gritaba, decía que los ricos eran malos y yo lo repetía. Que un tipo se metiera en el hueco de un árbol muerto y no quisiera salir también lo entendía. Si yo hubiera encontrado un escondite así no lo habría abandonado jamás. Le miré despacio el surco sucio de las últimas lágrimas a medio secar. Cogió las almendras que le quedaban y se las puso todas juntas en la boca. Había engordado, si seguía comiendo así no cabría en el hueco del árbol. Me lo imaginé yendo de un lado a otro con el árbol a cuestas y me reí de la ocurrencia pero supongo que se pensó que me estaba riendo de él y se enfureció. Salió con dificultad del árbol, me cogió de los hombros y me abofeteó. Creo que aquella fue la peor paliza que me han dado en toda mi vida. Desde ese día no volví nunca más.

Otra vez el tren se ha detenido en ninguna estación. Es campo abierto y supongo que esperamos que cambien las señales. Ahora entiendo un poco mejor. Esta es la base de la inmovilidad porque las señales nunca cambian, modifican sus posiciones pero siempre son las mismas. El tren arranca de nuevo. No debemos estar muy lejos. Lo sé por lo mismo que cuando regresaba de ver a mi madre en la ciudad, distinguía la última estación antes del pueblo. La de los molinos. Habían estado ahí desde siempre, inútiles entonces, inútiles ahora también, pero eran todo un símbolo. Le dieron nombre a la estación hasta que se lo cambiaron por el de Primo de Rivera y después otra vez a Los Molinos. Cuando me fui del pueblo se llamaba Primo de Rivera. Y eso me lo acuerdo bien porque ahí me dejaron los de la Guardia Civil, en la estación Primo de Rivera.
Lo había escuchado una tarde en la taberna les dabas algo y te daban algo, a veces es dinero y a veces comida, depende. Y a mí me dieron dinero para el tren. El tipo está ahí, les dije, en el hueco del árbol muerto, está ahí.
María aquella vez también me miró desde la ventana. Estaba llorando, yo no la miré pero lo sé. Yo también estaba llorando pero quería irme y me fui y nunca más volví. Me subí en ese tren de la estación Primo de Rivera que ahora es Los Molinos, y no volví nunca más. Desde mi pueblo María todavía me miraba.

Hemos llegado, miro a través de la ventana y busco entre la multitud pero no la veo. Debería estar esperándome, habíamos quedado en eso pues con el dinero que sobró le mandé un telegrama pero no la veo. Me desenrollo de mi inmovilidad dolorida y camino hacia el andén. No la veo. Una señorita de mi edad agita un pañuelo y pronuncia mi nombre. Vuelve a llamarme y me acerco.
“¿Es usted Rodrigo Páez, el hijo de Don Manuel?”, pregunta excitada.
“¿Y mi madre dónde está?”
Me mira aturdida y a mí me importa bien poco pues había quedado con mi madre y no la veo y me da miedo.
“¿Perdone? ¿Su madre? Mire le he llamado porque han encontrado...
“¿Y usted quién es? Mi madre debería estar aquí...”
El andén comienza a despejarse. No es que hubiera mucha gente. Nunca hay mucha gente por aquí. Algunos todavía se ocultan y se encuentran más allá de la mirada de los de la Civil.
“Soy la hija de María, me imagino que le recuerda... encontramos los restos de algunas personas y me imaginé que quería saber si su padre...”
No entiendo de qué me habla esa señorita. Después de haberme subido al tren en la Estación Primo de Rivera iba camino de encontrarme con mi madre. Esperamos las señales, cambiaron, me dormí un poco y me desperté. Soñé con algo aunque no sé exactamente con qué. Después del primer sopor del sueño entorpecido no pude volver a dormirme y me quedé pensando en las lágrimas de María que me miraba delatar a su padre escondido en el hueco del árbol muerto. No entiendo nada. Sabía que no tenía que venir.
Vuelvo a subirme al tren. Miro por la ventana a la señorita que no me mira. Estoy llorando y ella lo sabe aunque no me mira. Debo seguir viaje. Todavía no he llegado a destino, me he bajado en la estación equivocada.
Me pregunto si podré volver a dormirme y lo intento cerrando los ojos pero es inútil así que los abro y miro a mi alrededor. Todo sigue igual. El viejo de enfrente mío se ha quedado dormido y ronca. El paisaje continúa ininterrumpidamente verde y todo se mueve pero parece como si siguiéramos en el mismo lugar. La inmovilidad, si no te mueves, si te quedas inmóvil creces y te deformas. Eso me decía me madre cuando me despedía en la estación. Escribe cada día, así tus dedos nunca se deformarán.
Meto la mano en el bolsillo, saco la libreta y me pongo a escribir.








sábado, abril 01, 2006

Es raro esto del amanecer, nunca llega igual ni al mismo tiempo. La luz se demora viciosa en el lecho de la noche que la devora, que la atrapa, que la convence. Así me quedaría yo en el lecho de alguien que todavía no ha llegado, de alguien que quiere irse.Sentarme en el tren, sufriendo la incomodidad de los asientos y esperando que nadie venga a sentarse enfrente mío para así poder estirar los pies y estar todavía un ratito más en posición semi horizontal. Sentarme en el tren y dejarme llevar y entonces volver a pensar en la locura y en qué necesidad tengo que hablar esa locura con alguien. Buscar un sitio amable, con aire amable y luz tenue y hablar de todo y de pronto dejarse desvariar, dejarse a uno mismo escupir las incoherencias que se presentan cada día y que no tienen justificación ninguna. Y si un día me doy a la locura, tal vez sea la carencia de esas palabras indichas en su momento, calladas, atragantadas al fondo de lo que no ha ocurrido. (Los viajes a Barcelona, 2005)


Tardes de Capotas
Sin ser necesario vestirse de gris para entonar con el día, andamos los todavía transcurrimos. Miramos el paisaje que desciende y respiramos un aire encapotado. Una mala noche hace los pasos más pesados y haber llorado quizás reduce la visión. Los ojos están hinchados. También la paciencia. Pero a eso ya estamos un poco más acostumbrados... Barcelona, 10 de octubre 2005


TEMA SOBRE LAS SILLAS/1 - CHEMPES
Porque estaban solas y estaban aburridas, por eso seguramente se abandonaron a sí mismas en medio del pasillo gris y derruido. Se habían pasado años enteros esperando que alguien ocupara su sitio, pero el sitio verdadero y sin embargo, avejentadas ahora y tenues en el paisaje arrasado, se lamentaban de su suerte.Puestos a mirar con detenimiento esa suerte que les había tocado en suerte y esa muerte que habían sabido desde el principio, quizás podamos aventurar que no fue tan terrible ser lo que tenían que ser. Y la soledad y el aburrimiento eran – entre otras cosas – signos oscuros de un destino más oscuro. Nadie más se sentaría en ellas porque los que quedábamos ya no estamos y los que se fueron ya no volvieron a abrir la puerta: no quedaban juegos allí.El primero que pille la silla se sienta y listo. La cosa parecía sencilla sobre todo si la acción se acompañaba con música ligera, pegajosa y que todos nos conocíamos porque estaba de moda. Rondábamos rapaces con los ojos secos puestos en la madera y bailábamos sin más la danza macabra afilando las espuelas; y cuando se detenía la música – lamento decirlo pero en lo mejor de la canción – corríamos a ocupar nuestro puesto, sentarnos derechitos, sonrientes y sin mostrar un ápice de cansancio ni aburrimiento.Acabé solo. Ya ni la música sonaba porque la que teníamos se había pasado de moda y no había forma de salir a buscar otra nueva. Además, como estaba solo, tampoco había quien pusiera la música ni quien la detuviera, ni siquiera quien corriera a sentarse en la única silla que quedaba. Solamente yo. Mirando desastrado la silla, la única, la mía y las desganas, el cansancio, la terrible sensación del fracaso. La música no suena pero igual puedo acercarme a la silla y sentarme, y esto hacerlo una y otra vez y ganar en todas las partidas. Hay cadáveres alrededor. Algunos ya ni se los reconoce. Son mis amigos. Los maté a empujones o con astillas de la madera vieja clavadas en sus ojos. Yo rompía las sillas pues cuantas menos hubiera más cerca estaba del éxito.Nadie puede decir que no lo logré. Hay una única silla, la mía; y aunque no suene la música voy a sentarme. La madera insensata cede bajo mi trasero y a mí me crujen los huesos, no atino a levantarme. Todo mi peso blando y poroso se precipita sin remedio.No puedo levantarme. Tampoco lo intento.Hay cadáveres a mi alrededor. Qué mal huele todo esto. FELINDAREA


Ese hombre se parece a la palabra incertidumbre, y es un país con tantas comarcas invisibles que tienes miedo de tropezar con nuevas lenguas cada vez.Ese hombre se parece a los silencios que no me son posibles, a las terrazas sin memoria y sin escaleras, a lo que queda de mí después de la lluvia...Este hombre reinventa cada hora y me reinventa, a pesar de tantas y tan iguales soledades...
LUNES ENCAPOTADO
Hoy, desde el ventanal enorme - y siempre cerrado - de mi oficina, pude ver cómo el cielo se encapotaba. Primero, bien temprano, apenas se encienden los ordenadores y te duelen los ojos del llanto del domigo, el cielo enrojecía las primeras nubes.Fue un espectáculo estrafalario y delicioso hasta que mi jefa bajó de un tirón los papeles que hacen las veces de cortinas. No vaya a ser que se distraigan y dejen de introducir albaranes y facturas con la eficacia de un pez. Más tarde y aprovechando un descuido de mi compañera, icé nuevamente la papeleta pero el sol del mediodía resecaba sus pieles - sólo acostumbradas a la resolana que se deja ver entre los toldos de las tiendas cuando se van de compras - y censuraron mis ganas. Fue sólo después, cuando las dos de la tarde acobardan los dedos cansados de tanto absurdo traqueteo que ellas - ya sin el sentido claro - no advirtieron otra vez mi último intento. Fue un movimiento rápido y eficaz. Allí estaba mi cielo. Entonces todas quedaron en silencio: el espectáculo era nuevamente delicioso, las nubes compactas y metálicas amenzaban lluvia y aunque fuera porque se habían olvidado el paraguas o porque se les mojarían los tacos de cuero puro comprados en rebajas en Passeig de Gràcia, aunque fuera porque aquella misma tarde irían a la peluquería o porque habían tendido la ropa o porque no podrían salir a su fuquin futin (sic.) habitual para bajar esos gramos que asoman debajo del ombligo, lo cierto fue que dejaron la cortina abierta y yo y mi felicidad disfrutamos en grande de nuestro cielo encapotado.
Ventajas del exilio para el escritor", dice Andrés Neuman: "Una parte de su memoria queda acotada con tanta precisión que le es posible narrarla como si fuera póstuma"Yo voy a decir que como si fuera de otro como si otro narrara por uno las sensaciones que no puede dejar de sentir y uno sabe, además, que no sería así como las narraría.Pasear por las calles de mi barrio no tiene nada de mítico ni de melancólico. Los colores han cambiado y los grises entre protestas por la cola para el tren, por una viejita no puede contar su dinero o porque hablá más fuerte que no te escucho. Las palabras se resbalan de las comisuras de los labios cortados artificialmente por sus lados para simular una sonrisa que nunca tendrán. Y el voseo, que allá, del otro lado era un signo de pertenencia, un territorio lingüístico - el único - traído como patrimonio esencial de lo que era, acá se desperdicia y ensucia las calles como el caño roto de la PLaza Roca que nadie se pone arreglar.Pero está la gente. Esa manera blanda de aparecerte en la esquina y ese miedo clavado en la punta de los ojos acompañado por una arraigada desconfianza en el hermano. La gente y sus carteles domésticos de "se enseña inglés", "arreglo televisores", "se hacen tortas por encargo" devuelven la calidez de la Argentina casera, hecha en casa con lo que me sobró de anoche. Por eso, al acostarme, cansada aunque no haya hecho mucha cosa, me duelen los ojos de absorber mirada y me duele la mirada de reimpresionar las imágenes que había dejado atrás en mis retinas agotadas.


Lo peor de las ideas es que siempre llegan cuando ya no puedo escribirlas. Lo peor de la ausencia es la condición de necesidad que la exalta como carencia. Si no hubiera necesidad evidentemente no existiría el profundo sentimiento de ausencia. Y todo viene a partir del sueño o de la falta de sueño. Se cierran las ojos y se especula sobre el control del tiempo y cuando los abrís te das cuenta de que ha pasado mucho más de que querías y todo tu día comienza ya cansado.



Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es justamente el país oscuro por donde ha de buscar sin que le sirva para nada su bagaje” (Marcel Proust)