lunes, enero 11, 2010

Un nuevo relato/1

Nadie le dijo que por esa calle difícilmente llegaría a ningún lado. La dejaron en la esquina y la miraron marchar con indiferencia y un asumido y bien practicado instinto de conservación los retrajo hacia las sombras mientras ella se perdía en otras sombras más allá, cargada con la garrafa de gas llena.
Ella sabía que no era el camino, pero también sabía que no podía retroceder, ya llegaría de algún modo u otro. La esquina coincidía con la luz final y más allá, las lámparas estaban rotas; los chicos del barrio tenían por costumbre practicar con ellas un afinado tiro al blanco. Le hubiera servido un poco más de luna, pero esa noche, la luna flotaba en una aureola de bruma densa y apelmazada. Agua en la luna.
Supo que había pisado barro y que una bolsa vacía se había enganchado en el filo de su taco, no se detuvo para quitársela porque creyó sentir pasos detrás; se convenció de que era una perro vagabundo para no dejar crecer el miedo inútilmente.

Tres cuadras más abajo, sin percibir el nombre de las calles (porque quizás no tuvieran ningún nombre) dobló hacia la izquierda, tal como le había explicado. Ella sabía que no iba por el camino que le habían dicho, igual dobló a la izquierda, necesitaba algún tipo de regla en medio de tanta descontextualización. Entonces contó cinco puertas. La suya era la azul, la quinta y la azul, aunque apenas le era posible distinguir colores entre la luz absurda de la luna húmeda y la mugre que flotaba en el ambiente. Contó cinco puertas y tocó en una que más bien parecía negra.
Nadie contestó, aunque percibió cierto movimiento de lo que creó un levantarse con dificultad de alguna silla vencida y un arrastrar los pies pesados por sobre la arenilla. A continuación oyó un chirrido y supo que la puerta se había abierto o que la habían abierto, sólo que nadie estaba allí.
Avanzó.
La oscuridad continuaba en el interior de la casa. También ella arrastró los pies y se acercó a una lubre débil, interrumpda por el voluminoso cuerpo de la mujer que se había inclinado a recoger al niño. Estaba dormido.
Ella se acercó unos pasos hacia la mujer y sin mediar palabra ni gestio (que además, nadie hubiera distinguido) dejó a los pies de la cama sucia y a un lado de la lámpara de luz huérfana, la garrafa de gas convenida.
Tomó al niño y salió. El chirrido de la puerta tardó en llegar, supo que la mujer la observaba.
Siguió caminando. Aliviada del peso de la garrafa pero vencida por otro tipo de peso que no había imaginado.
Contó cinco puertas hacia la derecha y llegó a la esquina. Fue un error darse vuelta y observar pero lo hizo. La casa de pronto se iluminó completamente. Ella intentó una falsa sonrisa que no terminó de formarse en sus labios y que se transformó en una desagradable mueca indefinida cuando a la luz de la casa le siguió un grito desesperado.
Ella retomó la marcha. Hubiese querido correr pero tenía miedo por el niño, así que caminó lo más rápido que pudo para engordar con urgencia la distancia.
Cuando llegó a la calle principal, la gente seguía detenida en el breve gesto de llevarse la botella a la boca o de aplastar un cigarrillo contra la tierra. La siguieron con la mirada, sin gesticular. Se preguntarán si encontré lo que buscaba, pensó ella.
Seguramente sí, se dijeron, porque a pesar de que ahora cargaba con un niño, había entrado al barrio con una garrafa de gas que más de uno había pensado en robarle. Quién sabe por qué nadie lo hizo.