La dejaron en la esquina más oscura del barrio; la miraron irse con indiferencia y un asumido y bien practicado instinto de conservación que los retrajo hacia las sombras mientras ella se perdía en otras sombras más allá. Arrastraba una garrafa de gas llena.
La esquina coincidía con la luz final y más allá, las lámparas estaban rotas; los chicos del barrio tenían por costumbre practicar con ellas un afinado tiro al blanco. Le hubiera servido un poco más de luna, pero esa noche, la luna flotaba en una aureola de bruma densa y apelmazada.
Supo que había pisado barro y que una bolsa vacía se había enganchado en el filo de su taco, pero no se detuvo para quitársela porque creyó sentir pasos; se convenció de que era una perro vagabundo para no dejar crecer el miedo.
Tres cuadras más abajo, sin percibir el nombre de las calles (porque quizás no tuvieran ningún nombre) dobló hacia la izquierda, tal como le habían explicado. Entonces contó cinco puertas. La suya era la azul, la quinta y la azul, aunque apenas le era posible distinguir colores entre la luz absurda de la luna húmeda y la mugre que flotaba en el ambiente. Contó cinco puertas y tocó en una que más bien parecía negra.
Nadie contestó, aunque percibió cierto movimiento de lo que creyó un levantarse con dificultad de alguna silla vencida y un arrastrar los pies pesados por sobre la arenilla. La puerta se abrió y avanzó.
La oscuridad continuaba en el interior de la casa. También ella arrastró los pies y se acercó a una lumbre débil, interrumpida por el voluminoso cuerpo de la mujer que se había inclinado a recoger al niño. Estaba dormido.
Ella se acercó unos pasos hacia la mujer y sin mediar palabra ni gesto (que además, nadie hubiera distinguido) dejó a los pies de la cama sucia y a un lado de la lámpara de luz huérfana, la garrafa de gas. Tomó al niño y salió. El chirrido de la puerta tardó en llegar, supo que la mujer la observaba.
Siguió caminando. Aliviada del peso de la garrafa pero vencida por otro tipo de peso que no había imaginado.
Contó cinco puertas hacia la derecha y llegó a la esquina. Fue un error darse vuelta y observar pero lo hizo. La casa de pronto se iluminó completamente. Ella intentó una falsa sonrisa que no terminó de formarse en sus labios y que se transformó en una desagradable mueca indefinida cuando a la luz de la casa le siguió un llanto sordo.
Hubiese querido correr pero no quería despertar al niño, así que caminó lo más rápido que pudo para engordar con urgencia la distancia.
Cuando llegó a la calle principal, había gente detenida en el breve gesto de mirarla pasar. A pesar de que ahora cargaba con un niño, había entrado al barrio con una garrafa de gas que más de uno había pensado en robarle. Quién sabe por qué nadie lo hizo.