Se la habían regalado para alguna fiesta de tantas. Guardaba allí las pocas moneditas de los vueltos, de los tíos regalones, de lo que se encuentra por el piso. Era su pequeño tesoro y no pasaba noche sin que contara, una por una, las moneditas de la pequeña caja de metal.
Los años pasaron y cada vez más moneditas formaban su tesoro y por supuesto, cada vez más tiempo gastaba en contarlas, todas las noches, una por una. A las tres, a las cinco, a las siete de la mañana; se enfriaba el café con leche, la sopa de pescado, el aperitivo de las seis. Hizo falta otra caja y otra y otra más y entonces ya no hizo falta ni mujer, ni perro, ni sueños a deshora. Ya no hubo navidades, ni aniversarios, ni fiestas de esas como aquella en la que le habían regalado una caja de metal donde puso sus primeras moneditas y ahora tantas, que no pasa un solo día sin que las cuente, una por una, guardando la última monedita justo cuando dan las seis en el pequeño reloj de pared y se da cuenta, así como quien no quiere la cosa, de que si quiere que el tiempo le alcance para contar otra vez, una por una, todas las moneditas que posee, será mejor que se apure, que empiece cuanto antes, a las seis y cuarto, como mucho.
Andrea Fernández Felsenthal
Este cuento fue publicado en Urbs Licens, Diciembre 2004, Sant Cugat, Barcelona, España
2 comentarios:
Yo habia escrito algo sobre una moneda viajera. Un comentario tuyo hablaba de este cuento. Voy a poner el link y se cerrará un anillo de moebius.
Perfecto y así seguimos...
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