LA INMOVILIDAD Me pasa siempre, después del primer sopor del sueño entorpecido no puedo evitar sentir una euforia repentina. Me incorporo casi temblando de desesperación, pego mi nariz al vidrio y contemplo largo rato el vuelo de un paisaje ininterrumpidamente verde. Habría jurado que ya estábamos cerca y no es que me acuerde demasiado del camino ni siquiera que haya demasiado para recordar pero he soñado y el tiempo del sueño estira interminablemente sus fauces hasta morder casi con descaro la percepción de la realidad y creí que ya había pasado bastante tiempo. Algunos huesos crujen. Eso también es normal y cuando voy a meter en la mano en el bolsillo en busca de mi libreta toco un caramelo que está allí desde hace mucho tiempo y es incomible. También está el telegrama que me ha llegado ayer y por lo que ahora estoy en este tren. Llegó ayer por la tarde y no pude decir que no. “Es algo personal, ya lo sabemos pero queremos transformarlo en noticia” dijo el jefe por teléfono. El tren se detiene en una estación que no recuerdo y consulto con un pasajero para asegurarme de haber subido con la destinación correcta. Saco la libreta y escribo. Por qué no recuerdo esta estación si debo haber pasado unas cuantas veces por aquí, de camino a la ciudad. Visitaba a mi madre que no vivía con nosotros y los domingos por la noche regresaba al pueblo. Entonces contaba las estaciones, una por una y por qué no recuerdo esta que acabamos de pasar. La memoria es selectiva, un trozo frágil de piel dolorida que sangra al menor movimiento y cubre con la sangre vertida esas imágenes que no logramos traer, eso que se transforma en olvido. Cubiertos con mi propia sangre un día dejé a mi madre y me olvidé también de María que se quedó en el pueblo y de los perros que me seguían al bosque en mis excursiones de la siesta. El bosque era más bien pobre y desabrido; lo árboles eran bajos y escasos y no abundaban por cierto las zonas oscuras. Pero era un bosque contra cualquier definición y el que definió para siempre mi concepto de bosque. Así funcionaban las cosas por aquella época. Todo el mundo se redefinía y hasta mi padre se animaba a inventarse palabras por el mero hecho de saberse libre y dueño de sí mismo. No era un buen tipo mi viejo, era más bien agrio y algo bruto, pero había ciertas cosas que tenía lo suficientemente claras como para establecer sus propias prioridades y defenderlas. Mi padre era un tipo callado sin embargo esos silencios, en los que yo jamás ahondaba, se quebraron un día en un grito único gritado entre tantas otra voces vecinas. Aquel día había que gritar por nuestras tierras y yo también grité mientras a miraba a mi padre y trataba de imitar su postura y su grito incansable. Ahora no sé si sueño o recuerdo. Todo lo que vi y lo que oí suena lejos y se distorsiona, entra en el irrepetible juego de olvidar, un juego que no se renueva y en el que no se puede volver a empezar. El tren se detiene otra vez, nadie sube ni baja en esta estación. Reacomodo la posición. Me duelen los pies, normal, uno se acostumbra demasiado pronto a la inmovilidad y en esa inmovilidad crece y se deforma. Al menos eso decía mi madre cada vez que me pedía que le escribiera. Si no me escribes tus dedos se deformarán, decía, escríbeme cada día una carta y entonces sabré que tus dedos están en perfecto estado. A mi madre la habían enviado a la ciudad porque en el pueblo las cosas se estaban poniendo feas y no era lugar para una mujer a pesar de que estaba lleno de mujeres el día en que mi padre gritó. Estábamos todos. En la siguiente manifestación ya faltaban algunos y después ya no hubo manifestación. Yo aprovechaba las tardes libres para ir al bosque a recoger almendras. Con almendras alimentaba a los perros que me seguían y vendía el resto por nada. María me ayudaba de vez en cuando hasta que ya no la dejaron salir. Su padre había desaparecido y ahora tenían miedo. Un señor se sienta enfrente mío. No ha subido en ninguna estación simplemente ha llegado a mi vagón y se ha instalado frente a mí. Le tiemblan las manos y tiene los dedos deformes. Otra vez la inmovilidad. Otra vez todo el rollo de la inmovilidad. Dejo de escribir, también mis manos están temblando ahora. Normal. Empiezo a cansarme de tanta normalidad idiota. Debí haber rechazado este trabajo desde el principio pero no pude decir que no porque no pude poner ninguna excusa válida. Todos saben que en ese pueblo nací, nadie sabe cómo me fui y la verdad es que no puedo contarlo y entonces otra vez la inmovilidad, el dejarme ir, el dejarme convencer, como si aquella tarde con mi padre yo no hubiese gritado. Pero grité, lo juro. Aquella tarde estaba por acabar y yo todavía seguía en el bosque. Me había alejado más de lo habitual y lo sabía pero no quería volver, quería ver qué había más allá. Entonces alguien estornudó. Me mantuve inmóvil tratando de que las hojas secas que pisaba no crujieran. Nada. Quizás había sido mi imaginación y lo habría sido si aquel estornudo no se hubiera repetido pero se repitió y pude distinguir de dónde venía. Era un árbol, uno de los más grandes del bosque. Se había secado hacía muchísimos años pero permanecía en pie como una anticipación atroz de los cadáveres que vendrían. La guerra ya había empezado y los hombres de mi pueblo empezaban a matarse sin dilación y acumulaban cadáveres familiares sin atreverse a mirar dos veces el montón. Y otra vez el estornudo. El viejo que está sentado enfrente mío no me saca los ojos de encima. Intenta una sonrisa que esquivo sin habilidad porque le miro de reojo mientras finjo mirar el paisaje monótono que se ve desde el tren. Fijo otra vez la vista sobre las palabras recientemente escritas, escribo algunas más. Cuando escuché el tercer estornudo caminé hacia el árbol muerto y lo rodeé hasta quedar frente al hueco del tronco y en el hueco se había escondido un hombre corpulento al que yo conocía muy bien. El tipo tiritaba de forma insoportable y me miraba sin decir una palabra, sólo estornudando. Después se animó a un susurro y preguntó: “¿Eres el hijo de Don Manuel?” ¿Usted... no es el hijo de Don Manuel?, pregunta el viejo que está sentado frente a mí. Me quedo mirándole un buen rato sin contestar y vuelvo a las palabras de la libreta. ¿Cómo es posible que la realidad y el recuerdo se hayan asimilado en las mismas palabras? Levanto la vista y le digo que sí. ¡Pero qué sorpresa! ¿Y qué hace por aquí, va para el pueblo? Sí, contesto, soy periodista y me han enviado a hacer una entrevista. ¡Periodista, pero qué bien, qué bien! Seguro, tose con garganta de fumador seguramente que no te acuerdas de mí. Expone su rostro girándolo a un lado y al otro y sonríe satisfecho. No tengo ni idea de quién es, no le recuerdo. Normal. El olvido ha hecho grandes progresos conmigo. Soy ese joven e inexperto párroco que llegó al pueblo después de la República. Mi primera iglesia fuisteis vosotros, se echa a reír una risa húmeda y quebrada. Lo siento, pero nunca fui muy devoto y no recuerdo haber ido a aquella iglesia, tampoco le recuerdo, lo siento mucho. Quiero volver a mis escritos y a mis recuerdos pero aquel viejo no me deja. Yo sí te recuerdo. Yo era casi un chaval pero me acuerdo. Sé que no eras devoto, tampoco tu padre lo era, a él también lo recuerdo. No vinisteis nunca a misa pero alguna vez me tomé un trago con tu padre. Un tipo raro y usted también. Mire que irse así como así... Tampoco me acuerdo mucho de mi padre, miento. Cosas que pasan dice el viejo y al tiempo se incorpora con dificultad y me extiende la mano. Bien, me bajo. ¿Ya estamos en el Pueblo?, pregunto sobresaltado. No, falta un poco, yo ya no vivo ahí... Le extiendo una mano blanda y desganada y lo veo irse y saludarme una vez más desde el final del andén. El tren arranca otra vez y me encierro en los recuerdos que ya no son palabras, que se me van dibujando sobre el paisaje de la ventana. El hombre que se escondía en el árbol muerto era el padre de María. Me pidió que no dijera nada a su familia que estaría allí hasta que acabara todo. Me reí porque faltaba demasiado tiempo para que todo aquello tuviera un fin. Le di unas almendras que masticó con desesperación y me pidió más, pero ya no había más y le prometí traerle algo al día siguiente. Y cumplí el siguiente día y los otros. Un poco de pan, una botella de leche robada, más almendras, miel y sobras, y solamente una vez un trozo de queso medio derretido. De camino al bosque pasaba delante de la casa de María que me miraba perderme entre los árboles. Yo la miraba también pero cuando ella ya no podía verme. Estuve tentado de decirle dónde estaba su padre pero nunca lo hice. No sé por qué. Aquel hombre y yo nunca nos dijimos nada, me sentaba al otro lado del árbol donde no pudiera verle y le escuchaba comer y un día también le escuché llorar. “¿Crees que soy un cobarde?”, me preguntó. Lo miré directamente a los ojos reblandecidos. “No sé”, contesté y realmente no lo sabía. No tenía mucha idea de lo que ocurría aunque en general todo me asustaba. Mi padre decía que había que gritar y yo gritaba, decía que los ricos eran malos y yo lo repetía. Que un tipo se metiera en el hueco de un árbol muerto y no quisiera salir también lo entendía. Si yo hubiera encontrado un escondite así no lo habría abandonado jamás. Le miré despacio el surco sucio de las últimas lágrimas a medio secar. Cogió las almendras que le quedaban y se las puso todas juntas en la boca. Había engordado, si seguía comiendo así no cabría en el hueco del árbol. Me lo imaginé yendo de un lado a otro con el árbol a cuestas y me reí de la ocurrencia pero supongo que se pensó que me estaba riendo de él y se enfureció. Salió con dificultad del árbol, me cogió de los hombros y me abofeteó. Creo que aquella fue la peor paliza que me han dado en toda mi vida. Desde ese día no volví nunca más. Otra vez el tren se ha detenido en ninguna estación. Es campo abierto y supongo que esperamos que cambien las señales. Ahora entiendo un poco mejor. Esta es la base de la inmovilidad porque las señales nunca cambian, modifican sus posiciones pero siempre son las mismas. El tren arranca de nuevo. No debemos estar muy lejos. Lo sé por lo mismo que cuando regresaba de ver a mi madre en la ciudad, distinguía la última estación antes del pueblo. La de los molinos. Habían estado ahí desde siempre, inútiles entonces, inútiles ahora también, pero eran todo un símbolo. Le dieron nombre a la estación hasta que se lo cambiaron por el de Primo de Rivera y después otra vez a Los Molinos. Cuando me fui del pueblo se llamaba Primo de Rivera. Y eso me lo acuerdo bien porque ahí me dejaron los de la Guardia Civil, en la estación Primo de Rivera. Lo había escuchado una tarde en la taberna les dabas algo y te daban algo, a veces es dinero y a veces comida, depende. Y a mí me dieron dinero para el tren. El tipo está ahí, les dije, en el hueco del árbol muerto, está ahí. María aquella vez también me miró desde la ventana. Estaba llorando, yo no la miré pero lo sé. Yo también estaba llorando pero quería irme y me fui y nunca más volví. Me subí en ese tren de la estación Primo de Rivera que ahora es Los Molinos, y no volví nunca más. Desde mi pueblo María todavía me miraba. Hemos llegado, miro a través de la ventana y busco entre la multitud pero no la veo. Debería estar esperándome, habíamos quedado en eso pues con el dinero que sobró le mandé un telegrama pero no la veo. Me desenrollo de mi inmovilidad dolorida y camino hacia el andén. No la veo. Una señorita de mi edad agita un pañuelo y pronuncia mi nombre. Vuelve a llamarme y me acerco. “¿Es usted Rodrigo Páez, el hijo de Don Manuel?”, pregunta excitada. “¿Y mi madre dónde está?” Me mira aturdida y a mí me importa bien poco pues había quedado con mi madre y no la veo y me da miedo. “¿Perdone? ¿Su madre? Mire le he llamado porque han encontrado... “¿Y usted quién es? Mi madre debería estar aquí...” El andén comienza a despejarse. No es que hubiera mucha gente. Nunca hay mucha gente por aquí. Algunos todavía se ocultan y se encuentran más allá de la mirada de los de la Civil. “Soy la hija de María, me imagino que le recuerda... encontramos los restos de algunas personas y me imaginé que quería saber si su padre...” No entiendo de qué me habla esa señorita. Después de haberme subido al tren en la Estación Primo de Rivera iba camino de encontrarme con mi madre. Esperamos las señales, cambiaron, me dormí un poco y me desperté. Soñé con algo aunque no sé exactamente con qué. Después del primer sopor del sueño entorpecido no pude volver a dormirme y me quedé pensando en las lágrimas de María que me miraba delatar a su padre escondido en el hueco del árbol muerto. No entiendo nada. Sabía que no tenía que venir. Vuelvo a subirme al tren. Miro por la ventana a la señorita que no me mira. Estoy llorando y ella lo sabe aunque no me mira. Debo seguir viaje. Todavía no he llegado a destino, me he bajado en la estación equivocada. Me pregunto si podré volver a dormirme y lo intento cerrando los ojos pero es inútil así que los abro y miro a mi alrededor. Todo sigue igual. El viejo de enfrente mío se ha quedado dormido y ronca. El paisaje continúa ininterrumpidamente verde y todo se mueve pero parece como si siguiéramos en el mismo lugar. La inmovilidad, si no te mueves, si te quedas inmóvil creces y te deformas. Eso me decía me madre cuando me despedía en la estación. Escribe cada día, así tus dedos nunca se deformarán. Meto la mano en el bolsillo, saco la libreta y me pongo a escribir. |
domingo, abril 09, 2006
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario