Entonces solamente veía su figura que se recortaba chocante en el paisaje y hasta podía suponer sus pensamientos. Es que había algo más allá de ese cuerpo enfermizo que le daba cierta visibilidad a sus abstracciones. Yo sabía que venía todas las tardes al puerto a morir un poco con el sol, a intentar llorar de cara al río. Así como que no le entraba más soledad en sus costillas y que por eso hundía su mente en esa rara noción del tiempo que pregonaba, y proyectaba su cuerpo en el escenario espejado del Río de la Plata.
Solamente pensaba, no sé si en el pasado, no sé si alguna vez pudo asomarse a los olvidos, solamente estaba ahí y miraba inmóvil el agua.
Puedo verlo todavía. Tan vulnerable, tan enrollado en su propia soledad que hasta me parecía que con el tiempo se había ido achicando, como desvaneciéndose en silencio.
A veces aparecía con un sobretodo azul gastado, a veces una campera de cuero bastante sucia y con visibles agujeros, pero siempre los mismos zapatos negros, siempre el mismo chambergo gris, siempre ese aire de esquina de café y de alma tan llena de agujeros como de pajaritos.
Muchas veces me preguntaba si esta inmaterialidad que lo perseguía lo llevaba al puerto por las tardes, lo llevó a mí en ese tarde en la que el tiempo nos encerró. Recuerdo haberlo visto muchas veces allí, siempre en la misma posición: de espaldas al río y cara al cielo, un libro que nunca abría pero que tal vez por puro fetichismo llevaba bajo el brazo. Religiosamente su cuerpo había pasado a formar parte del paisaje. Inmóvil escultura de la noche, había obligado a mis ojos a perderse en su cuerpo.
Hubo un tiempo, en el que solía perderme solamente con la visión de su silencio.
Pero existió también otro tiempo demasiado cruel cuya crónica presento en estas páginas.
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