Finalmente cae la tarde sumisa a los azules bajos de la noche y entonces regreso a casa. Son esas horas raras y mal mezcladas de la tarde las que me atrapan, no otras. Mientras se va haciendo de noche me siento un rato en los espigones del puerto a pensar en nada, a ver a la gente, a sentir el aire infectado.
Aquel día ya casi había oscurecido y cuando levanté la vista para irme, me perdí otra vez en la figura de ese hombre alto que leía apoyado en la baranda. No era una novedad, siempre estaba ahí, pero esta vez algo llamó mi atención. No puedo decir exactamente qué, posiblemente su sombra infinitamente aguda agigantándose a la luz de los barcos en el cemento sucio.
No podía explicarme por qué me atraía, pero algo de esa figura desconocida y a la vez tan conocida me dejó perpleja y continué mirándolo de una forma estúpida. Tan estúpida que no advertí que él también estaba mirándome (seguramente todo el peso de mis ojos le había caído sin piedad) Estuvimos como perdidos cada uno en un paréntesis ajeno hasta que el hombre se sentó a mi lado y sin hacer preguntas comenzó a leer.
No puedo imaginarme cuánto tiempo estuvo leyendo ese libro, cuántas veces leyó el mismo poema, cuántos silencios se cruzaron entre verso y verso, pero inexplicablemente, en algún momento del cual no tengo el recuerdo exacto, Javier cerró el libro, se despidió y se fue. Así nomás, rompiendo ese espacio extraño que había creado. No pudimos hablar ni una sola palabra que no fuera un verso o un silencio. Lo cierto es que perdí la noción del tiempo y al levantar la vista la noche estaba avanzada. Durante un rato más permanecí en el mismo lugar, pensando en su actitud, en sus ojos pequeños, huidizos, casi invisibles. Aunque no pude verlos muy bien (no me miraba) imaginé unos ojos poseídos por alguna especie de profundidad, de lejanía. Y además de sus ojos, lo más inquietante de su figura era una extraña forma de recortarse en el paisaje que le daba un aspecto casi caricaturesco.
Y me acuerdo que había leído
“Como un cáncer que avanza
abriéndose camino entre las flores
de la sangre, seccionando los nervios del deseo
la relojería azul de las venas,
granizo de sutil malentendido,
avalancha de llantos a destiempo.”
Y las palabras se habían incrustado en mi memoria transformándose en heridas nocturnas que ya comenzarían a sangrar. Y habíamos sonreído, y aunque no había nada en común en ambas sonrisas, sabíamos que no hacía falta coincidir en nada más que en el hecho de sonreír
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